Historias de nuestro Impenetrable: Ramón Solís, el cazador del tigre

*Por Pedeo Zayas – Fuera del rancho la oscuridad era total. Las inmensas sombras del monte casi selvático de El Impenetrable Chaqueño lo hacían parecer al lugar aún más aislado del resto del mundo. Paraje Pozo El Gallo, departamento general Güemes, casi en el límite con Salta. A leguas a la redonda los vecinos eran escasos. El rancho más cercano era de Lindauro Nievas y desde ahí había quince kilómetros. El frío viento invernal azotaba sin piedad las paredes de palo a pique con barro enchorizado. El techo de totora con tejas de palma arriba. En el interior se encontraban un grupo de criollos tomando mate.
Todos alrededor de un fogón donde ardía un inmenso tronco de algarrobo. En el rescoldo había una olla de hierro con algunos pedazos de carne cocinándose. En las cenizas calientes, estaban dos quirquinchos con unas chapitas encima con brasas, asándose lentamente. El último en sumarse al grupo fue don Ramón Solís, había andado campeando un par de novillos que se extraviaron cerca de El Tartagal. Acomodó su ensillado junto con su coleto y guarda calzón de cueros sobre un travesaño de palo bobo junto a la pared. Su sombrero retobado de cuero, compañero en cualquier hora del día, lo puso colgando de un clavito y se sumó a la rueda. Colgando de un alambre en el horcón de quebracho colorado de la habitación, que era comedor y cocina se encontraba una botella con gasoil con una mecha de algodón encendida. Era la popular «calavera», infaltable en cualquier rancho.
Como forma de acortar las largas noches invernales intercambiaban detalles de sus trabajos y quehaceres. Nunca faltaban historias sobre «El Lobizón» y «la luz mala». Terminada la cena se acomodaron junto al fogón, algunos tomaban un té de yerba de lucero para ayudar a la digestión. Mientras continuaban las charlas sobre distintas anécdotas. Afuera el helado viento del sur arreciaba con más fuerza que antes; se sentía el mugido de los vacunos y el balar de la majada en sus corrales, como pidiendo a Dios que amainara el vendaval.
Cuando la patrona terminó de limpiar la cocina se dirigió a don Ramón.
—Por favor cuente cuando aquella vez que fueron a correr chanchos baguales.
El veterano armó un cigarro con tabaco negro con infinita paciencia. Cuando consiguió el silencio de su auditorio comenzó su relato:
—Fue para el tiempo de la Aloja, mis vecinos en El Palmar eran el gringo Segovia y Petaco Mansilla. Un domingo me invitaron a correr chancho baguales, chanchos caseros criados solamente en el monte y que se hicieron salvajes —comenzó don Ramón mientras se tomaba un mate—. Llegan a pesar hasta ciento cincuenta kilos y son más peligrosos que un chancho majan o un gargantillo. Preparamos a nuestros montados y elegimos a los perros que nos iban a acompañar, tenían que ser los más fuertes y experimentados. Apenas salimos de la casa comenzó una llovizna que mojaba el piso y hacía que los caballos perdieran estabilidad, parecía que trotaban sobre un piso enjabonado. Al rato de andar los perros comenzaron a olfatear y nos fuimos alertando para su encuentro, tratamos de seguirlos en su corrida y más de una vez nuestro caballos apenas pudieron sostenerse y esquivar en los champales algún espinudo vinal, pasando por un talar bien tupido, estábamos encuerados pero siempre hay riesgo. Llegamos a una limpiada en el monte donde los perros habían empacado a un par de chanchos, que en su enojo con los intrusos erizaban su pelaje haciéndolos parecer más grandes. Uno de los chanchos defendiendo su libertad y su vida pasó charquiando a los perros y atacó al caballo del gringo Segovia; antes de reacción alguna ya había herido al montado en la paleta con sus poderosos colmillos. El restante estaba rodeado por perros y jinetes, vendiendo cara su vida, despanzurrando a un perro y el otro se alejó de la pelea muy mal herido. Cuando logramos enlazarlo fue tarea fácil para los caballos que azuzados por petaco y yo lo dejaron quieto, escuchándose en el monte sólo sus chillidos. Al acercarnos poniendo mucho cuidado logramos manearlo de sus cuatro patas y lo inmovilizamos. Peteco llevó en ancas al gringo hacía la casa con la intención de volver con un caballo más de tiro, serviría para cargar en él a nuestra presa, y yo me quedé a cuidar el lugar. Pasaron unas dos horas hasta que apareció peteco, teníamos que cargar el chancho maneado sobre el caballo y así transportarlo. Al día siguiente dispusimos entre los tres la carneada y cuereada del animal.
El cuero era buscado por su fortaleza para ser utilizado en la limpieza de los pozos, en ellos se carga la tierra o el barro que sacan hacía afuera la pelota. Había carne suficiente, la aloja estaba esperando; de algún lugar aparecieron un violín y bombo y las damas esperaban impacientes para lucir sus pilchas domingueras, la vida era una fiesta. En ese momento comenzó a llover en toda la zona del Pozo del gallo, como vieron que al día siguiente era imposible ir a trabajar dijeron a don Ramón que se cuente otra de sus historias. Don Ramón pidió permiso para salir afuera a cambiar las aguas, al volver sacó su tabaquera, y comenzó armar otro cigarrillo, mientras coqueaban lo miraban ansiosos.
—En los años sesenta y pico yo era un peón de Luis Ceballos en un puesto que tenía en el paraje El Realito en la zona de Palo marcado —retomó los relatos Ramón Solís—. en aquellos tiempos no había campos alambrados y la hacienda de distintos dueños se mezclaban y pastaban juntas en cualquier lugar. Cuando algún dueño quería armar una tropa de vacunos pedía rodeos a sus vecinos y llevaba de ahí a los animales que tuvieran su marca, generalmente se completaban tropas de cien a doscientos animales y se llevaba por arreo a vender a Castelli o a Saenz Peña. Eran viajes muy penosos que duraban diez a doce días hasta su destino final, debiendo afrontar los cambios de la naturaleza a campo abierto. En esos tiempos se hizo famoso el marucho, jovencito que encabezaba la tropa haciendo sonar y soplando una guampa de vaca y llevando un cencerro para que todos los animales siguieran su rumbo, no había caminos y todos nos movilizamos por sendas en el monte que abríamos con nuestros cuchillos, de esta forma el cuchillo era una herramienta vital para el criollo. Yo tenía un machete Hollande, al que le hice componer la punta con un herrero de Castelli llamado Juan Braun y me quedó un hermoso facón de veinticinco centímetros de hoja, cortaba un pelo en el aire. En una oportunidad mis obligaciones con mi patrón salí a huellear las sendas del lugar porque se comentaba que andaba un anta. Tenía interés mariscarla porque iba a tener carne abundante y sobre todo por el cuero, que me serviría para renovar mis lonjas y tientos ya bastante usados y desgastados. Decidí llevar un sólo perro pues no era un animal peligroso, anduve recorriendo sendas poco conocidas durante horas inclinado sobre mi caballo, mirando al suelo, trataba de leer las huellas pero el anta parecía que se había evaporado, también busqué en las plazuelas y tampoco había rastros. A la media hora me convencí que mis esfuerzos eran inútiles y decidí volver por un caminito que no había investigado. Inclinado sobre la cruz de mi caballo no quería darme por vencido. En ese momento retumbó en el monte un bramido, salido de una garganta poderosa; era un tigre, no lo veía, pero parecía estar cerca. Sofrené mi caballo y me puse alerta, pero ya no había más tiempo. El enorme carnicero había estado reposando sobre un grueso tronco de algarrobo que se encontraba medio ladeado. Al olfatearme todos sus sentidos se pusieron alertas, se tensaron sus músculos y se preparó para el ataque. Saltó con agilidad prodigiosa para desnucarme; tendido sobre mi montura enderecé mi cuerpo y eso me salvó la vida por el momento, cayó con toda su fuerza y el peso de su cuerpo sobre la cabeza de la montura y se quiebra uno de sus colmillos. Instintivamente caigo hacía atrás resbalando sobre las ancas de mi caballo y tendido panza arriba manotié mi cuchillo decidiendo vender cara mi vida. El caballo asustado pobrecito huyó despavorido, mientras tanto el tigre se recompuso, preparándose para un nuevo ataque. Hombre y bestia separados por un par de metros, uno de los dos quedaría ahí para siempre. Con mi corazón latiendo como un bombo legüero y con mi cuerpo generando mucha adrenalina nos topamos nuevamente. El tigre parado sobre sus patas buscaba mi garganta. De un zarpazo había despanzurrado a mi perro, que gemía a un costado en sus últimos momentos de agonía. Logré meter mi mano izquierda protegida por mi sombrero retobado en su boca y con mi cuchillo en la derecha trataba de herirlo en algún punto vital, pero de un zarpazo me bajó la oreja izquierda junto con un poco de piel del hombro . Mientras trataba de sostener el peso de su cuerpo para que no me voltie, defendía mi vida como podía. Otro zarpazo me quebró cuatro costillas y comenzó a hacerse difícil respirar. Eran ciento veinte kilos de músculos preparados para matar. En la quinta o sexta puñalada comenzó a bajar la presión sobre mi cuerpo y se emparejó el asunto. cansado y al límite de mi resistencia traté de encontrar su corazón para una puñalada final. Parece que tata Dios se acordó de mi porque sentí que el cuerpo del felino se aflojaba. Mansamente y como un inocente gatito cayó al suelo y comenzó su viaje desde no se vuelve. Recostado sobre el tronco de un chañar, trataba de recuperar mi respiración normal. Estaba bañado en sangre que manaba abundante de mis heridas, me recompuse lentamente, y caminando arrastrando los pies encaré hacía el rancho donde había quedado mi madre.
No se cuanto tiempo duró la pelea. Habrán sido minutos, pero a mi me parecieron siglos. En mi mente quedó grabado para siempre el asqueroso aliento del bicho. Mi fuerza de voluntad me empujaba a vivir. Cuando llegué a mi casa me recibió mi madre, que había estado alarmada por mi demora. El caballo había vuelto a su querencia con el ensillado perdido en el monte. Recurrió a un vecino para buscar ayuda en Palo marcado a unos doce kilómetros. Por casualidad se encontraba visitando a unos amigos el único remisero de Castelli don Alejandro Gerber que le decían, el moto Gerber; sin pérdida de tiempo me llevó a Castelli a unos ochenta kilómetros.
Me internaron en la Clínica Vázquez, donde el Dr. Horacio Roberto Vázquez y su equipo de enfermeras con sus conocimientos y cuidados me dejaron como nuevo. Veinte días estuve internado, al salir el aire que respiraba me hacía sentir un hombre diferente. Al volver a mi casa me encontré con el cuero del tigre prolijamente estaqueado. La vendí a un almacenero de Palo Marcado, por doscientos cincuenta pesos, plata que me sirvió para pagar algunos gastos y olvidar los dolores de mi cuerpo que se estaba recuperando.
La audiencia de don Ramón Solís estaba maravillada y lentamente volvía de su asombro. Todos se levantaron para felicitarlo con sentimiento verdadero. Luego doña Eloida se puso de pie y se dirigió al entorno.
—Muchachos llegó el momento de dormir, además nuestra calabera se está quedando sin combustible. Si sigue este temporal mañana será un día especial para trabajar con lonjas. Buenas noches para todos. La concurrencia se dispersó lentamente y cada uno rumbió para su cama. Terminando un día más en el impenetrable Chaqueño.